El poeta Álvaro Quintero, asesor literario de EH Editores, hizo gala de su brillante oratoria para acercar a la concurrencia el acto, siempre repetido y nuevo siempre, de la presentación de un libro de poemas, el número 18 de la colección Hojas de Bohemia, asentada con fuerza en el panorama literario andaluz. Tras glosar brevemente la personalidad del autor de El lecho pródigo, el poeta portuense Rafael Esteban Poullet, cedió la palabra a su presentadora y prologuista, Dolors Alberola, quien realizó un amplio recorrido por las claves poéticas del libro, analizando todos los elementos que convergen en el texto y configuran el discurso.
Luego, le llegó el turno a Rafael Esteban Poullet, que leyó una extensa selección de poemas del libro, comentando con sobriedad su experiencia creadora y otros deliciosos detalles, para finalizar con un poema inédito, El lecho de Lucio, escrito recientemente, en la misma línea que los publicados.
Tras la firma de ejemplares por el autor, una grata velada, con profusión de vinos y viandas, puso colofón al acto.
Publicamos a continuación la glosa del libro, efectuada por Dolors Alberola.
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"... el amor se le ensancha en el pecho y se convierte en prisma, a través del cual la mirada descubre el aura luminosa de la existencia".



Dejando a un lado las definiciones, los conceptos mistéricos y la especulación metafísica, yo creo que la poesía, cuando en verdad lo es y no un mero escarceo por el léxico o la retórica, tiene en común con la fotografía lo que todas las artes deben de compartir. Me refiero a la luz, porque sin ella ni siquiera la oscuridad nos podría alumbrar con sus tinieblas. La luz que, en este caso, sería como un flash, un fogonazo breve e intenso, capaz de introducir en una instantánea nada más y nada menos que una visión del mundo, de la vida, del hombre, del amor, del dolor, de la muerte: demasiadas ideas, desde luego, que caben sin embargo, en una fotografía de familia o en un libro de poemas. Les hablo, por supuesto, de El lecho pródigo, del poeta portuense Rafael Esteban Poullet, a quien Domingo F. Faílde, en un reciente artículo, definió como uno de los activos más sólidos de la literatura gaditana.
Lo es, no cabe duda, y se hace acreedor a éste y otros elogios por la hondura y delicadeza de su inspiración y por el mimo y minuciosidad con que construye el verso, acrisolando la expresión, bruñéndola, lustrándola, hasta que su redoma de alquimista destila, gota a gota, esa esencia poética a la que antes me refería, esa especie de foto donde caben el mundo, la vida: la visión del poeta.
Y la vida para Faelo es simple en su complejidad, transparente en sus laberintos y, en su dolor, gozosa. Canta por el ello el gozo de vivir, y no porque sus ojos se hagan ciegos e inmunes a las lágrimas, ni sordos sus oídos a las lamentaciones, sino porque el amor se le ensancha en el pecho y se convierte en prisma, a través del cual la mirada descubre el aura luminosa de la existencia y el camino que a ella conduce. A esta forma de ver la realidad y entenderla, los antiguos filósofos llamaron hedonismo.

"Un hedonismo inteligente y lúcido recorre los poemas de Rafael Esteban Poullet..."



Un hedonismo inteligente y lúcido recorre los poemas de Rafael Esteban Poullet. El poeta, estudioso del mundo antiguo y de la influencia del paganismo en la religiosidad popular de nuestro propio entorno, ha descubierto acaso que, en el politeísmo, las fuerzas, los fenómenos, los misterios de la naturaleza, son divinos a imagen y semejanza del hombre, frente a la concepción judeocristiana, para la cual el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Así, pues, el antiguo paganismo proclama como dogma universal que el hombre es la medida de todas las cosas, de donde se desprende que el canon de la ética, esa regla con que medimos la razón y el sentido moral de nuestras acciones, incluye en sus centiles la búsqueda –en el mundo- de la felicidad, la legitimidad del placer y la posibilidad de encontrarlos y realizarlos en éste que el cristianismo denomina valle de lágrimas, aplazando la dicha a después de la muerte y condicionándola, en todo caso, a la sumisión del sujeto a dogmas y normas que se reputan divinos.
El mundo de Faelo no es un valle de lágrimas. Y si el término paganismo proviene de pagus, que podríamos traducir como terruño, significa que aquella concepción religiosa se asienta sobre un principio, el de proximidad, que acerca al ser humano a las raíces de su propio entorno, donde reside todo lo que es sagrado para él.
Pero ¿qué es lo sagrado, para el hombre y mujer? La vida, su cuerpo, la tierra que le alimenta y la razón que rige todo esto. Poco más, imagino. Pues bien, todo esto -que no es poco, aunque pudiera parecerlo- se reduce a una imagen poética: el lecho; ese lecho que Rafael Esteban Poullet llama pródigo, pero que pudo también haberlo llamado cósmico, porque en él yace su visión del mundo y, con ella, su propia humanidad y aun la propia individualidad del yo-lírico.
Éste es el territorio donde yo pretendía aterrizar: el lecho pródigo. La imagen, en principio, nos remite a un espacio, limitado por un adjetivo y, con él, la idea de prodigalidad, sinónimo en este caso de abundancia. En el lecho pagano del poeta rastreamos tal vez una reminiscencia del Paraíso bíblico, salvo que en él no existen prohibiciones ni planea sobre sus moradores la sombra del pecado ni, en consecuencia, la del castigo. El amor, como reza el subtítulo del libro, es gozoso, pues gozosa es la vida, incluso a pesar de la muerte, asumida como parte integrante de aquella. Por ello –como escribí en el prólogo-, el poeta abre su lecho a la mortal carnalidad y edifica en sus adentros el templo de Afrodita; nada mejor que el cuerpo para ofrendar a alguien, bien sea diosa u hombre.

"... un cuerpo gozoso por el hecho de serlo, un cuerpo que se goza en gozar y ser gozado, en el aquí, en el ahora".



El cuerpo, que esto somos. No un cuerpo atormentado, destruido por la tortura o la enfermedad, y luego idealizado y hasta glorificado en la promesa de una resurrección, sino un cuerpo gozoso por el hecho de serlo, un cuerpo que se goza en gozar y ser gozado, en el aquí, en el ahora, enmendando la plana al viejo de Kavafis que, abatido sobre el velador de un café, parece arrepentirse de los deseos que reprimió y los placeres que dejó pasar. ¿Placeres prohibidos? La idea cernudiana del placer como fuente de sufrimiento –a causa, eso sí, de imperativos alienantes y doctrinarios- no halla cabida alguna en El lecho pródigo, donde incluso la muerte, despojada de dramatismo, permite a la conciencia acceder al conocimiento de lo vivido y sellar la existencia con la vista panorámica de lo que ya ha alcanzado perfección.
Rafael Esteban Poullet no es un hombre del Renacimiento, sino un renacentista, porque si lo primero comportaría una forma de epigonismo, lo segundo supone una opción por determinados valores, también en el aquí y en el ahora, rescatando de la tradición lo que tiene de válido para el hombre de nuestro tiempo y aportando a la misma su mirada y un anhelo sereno de transgresión.
Regresamos al mito, pero no a la mitología. El discurso, en efecto, se apoya con frecuencia en lo que dioses, héroes y leyendas han venido depositando en nuestra cultura, sin caer en prolijas reiteraciones ni incurrir en el tópico. Los nombres, las historias aludidas, contribuyen a perfilar el espacio simbólico del poema, sin suplantarlo nunca. El mito, en este caso, es una voluntad de fabulación que conduce, por una parte, a la personificación del escenario donde el amor gozoso interpreta su propio papel, el lecho, y por otra a la relación de las experiencias que configuran la arquitectura lírica del libro. Y, allí donde confluyen una y otra, asistimos al espectáculo de una vida, abandonada al goce.

"El epigrama latino injerta su dicción en aquella poesía seca y dura que, desde Gustavo Adolfo Bécquer, emerge en un buen número de autores..."



No, no es el Destino quien mueve los hilos, aunque está ahí, apostado, como una especie de apuntador, en su concha. Es tal vez el azar, el devenir ingenuo de quien sólo placer halla en la vida, acaso convencido de su belleza y acaso convencido de su bondad. El candil de Epicuro alumbra las rendijas del discurso y también la lucerna de Platón, en lo que ambas luminarias pueden tener en común: la convicción de que la belleza y el bien constituyen para los hombres la más alta fuente de felicidad.
Y Faelo la encuentra en una forma clásica, que él recrea a su modo y trasplanta a los modos y convicciones contemporáneos. El epigrama, consagrado por la poesía latina, injerta su dicción en aquella poesía seca y dura que, desde Gustavo Adolfo Bécquer, emerge en un buen número de autores, sin que falte la sombra tutelar de Cernuda o la del mencionado Konstantín Kavafis, ni, en otro orden de cosas, la inquietante presencia de Voltaire o el guiño ambiguo de Safo de Lesbos. Del primero, la ironía sutil, aunque demoledora, de un hombre descreído; de la segunda, la arrogante complacencia del transgresor, convencido de que los dogmas, las normas y las filosofías llevan en sí el principio de su propia contravención.
Cuando todo termine y la luz ya no alumbre el escenario, ¿qué podemos hacer? La obra ha terminado. El actor hizo mutis por el foro. Las comparsas, si las hubo, corroboran el fin con su silencio. Sin embargo, antes de irnos a casa o cerrar las cubiertas del libro, deberemos cumplir la voluntad del finado e, irrumpiendo en la escena, incendiarla. Hay que quemar el lecho, es preciso salvarlo de las vejaciones de la vejez, evitarle el deterioro de la belleza, pues sólo así conquistará la luz.
De este modo, hurtándose a la crítica y la murmuración, el poeta recurre a una serie de preguntas sin respuesta para lanzar al aire un grito de afirmación de la libertad que, ubicada en la noche, rodeada de sueños o delirios, es la madre de todas las utopías: ¡Qué lecho más hermoso/ para el Descanso Eterno!, exclama el autor en los últimos versos del libro. Quizá porque este mundo y sus placeres sean nuestra eternidad.

"... somos hijos del mito y estamos condenados a seguir produciéndolos, porque sencillamente constituyen el fundamento de la poesía".



Un final sorprendente. De los mitos grecorromanos, el autor nos conduce a la novela y el cine de anticipación, ahora de la mano del narrador Arthur C. Clarke y el genial director Stanley Kubrick. De la Odisea homérica a un clásico de la ciencia-ficción: 2001, una odisea en el espacio. De las aguas azules del Egeo al cielo infinito, donde la quijada fratricida sigue aún metamorfoseándose, rebasada la fecha que inicia el tercer milenio de nuestra era. Rafael Esteban Poullet ha emplazado la historia de su lecho debajo de un puente que él mismo ha tendido, desde el pilar de la antigua Grecia hasta el de las ensoñaciones contemporáneas: pasan los tiempos, pasan los hombres, pasan las modas, pero siguen los mitos y así, como en el circo, continúa la función. Por más que cambien los actores, el atrezzo y los gustos del público, somos hijos del mito y estamos condenados a seguir produciéndolos, porque sencillamente constituyen el fundamento de la poesía, de la misma manera que ésta constituye el de la creación. Todo en fin se repite, es verdad, pero todo cambia, mientras el lecho pródigo vuela por el espacio, llevándose las sombras de los sueños del hombre a donde corresponde: acaso a la caverna de Platón, que ilumina Epicuro.


© Dolors Alberola
Jerez, 30.09.08.-