Dejando a un lado las definiciones, los conceptos mistéricos y la especulación metafísica, yo creo que la poesía, cuando en verdad lo es y no un mero escarceo por el léxico o la retórica, tiene en común con la fotografía lo que todas las artes deben de compartir. Me refiero a la luz, porque sin ella ni siquiera la oscuridad nos podría alumbrar con sus tinieblas. La luz que, en este caso, sería como un flash, un fogonazo breve e intenso, capaz de introducir en una instantánea nada más y nada menos que una visión del mundo, de la vida, del hombre, del amor, del dolor, de la muerte: demasiadas ideas, desde luego, que caben sin embargo, en una fotografía de familia o en un libro de poemas. Les hablo, por supuesto, de El lecho pródigo, del poeta portuense Rafael Esteban Poullet, a quien Domingo F. Faílde, en un reciente artículo, definió como uno de los activos más sólidos de la literatura gaditana.
Lo es, no cabe duda, y se hace acreedor a éste y otros elogios por la hondura y delicadeza de su inspiración y por el mimo y minuciosidad con que construye el verso, acrisolando la expresión, bruñéndola, lustrándola, hasta que su redoma de alquimista destila, gota a gota, esa esencia poética a la que antes me refería, esa especie de foto donde caben el mundo, la vida: la visión del poeta.
Y la vida para Faelo es simple en su complejidad, transparente en sus laberintos y, en su dolor, gozosa. Canta por el ello el gozo de vivir, y no porque sus ojos se hagan ciegos e inmunes a las lágrimas, ni sordos sus oídos a las lamentaciones, sino porque el amor se le ensancha en el pecho y se convierte en prisma, a través del cual la mirada descubre el aura luminosa de la existencia y el camino que a ella conduce. A esta forma de ver la realidad y entenderla, los antiguos filósofos llamaron hedonismo.