El cuerpo, que esto somos. No un cuerpo atormentado, destruido por la tortura o la enfermedad, y luego idealizado y hasta glorificado en la promesa de una resurrección, sino un cuerpo gozoso por el hecho de serlo, un cuerpo que se goza en gozar y ser gozado, en el aquí, en el ahora, enmendando la plana al viejo de Kavafis que, abatido sobre el velador de un café, parece arrepentirse de los deseos que reprimió y los placeres que dejó pasar. ¿Placeres prohibidos? La idea cernudiana del placer como fuente de sufrimiento –a causa, eso sí, de imperativos alienantes y doctrinarios- no halla cabida alguna en El lecho pródigo, donde incluso la muerte, despojada de dramatismo, permite a la conciencia acceder al conocimiento de lo vivido y sellar la existencia con la vista panorámica de lo que ya ha alcanzado perfección.
Rafael Esteban Poullet no es un hombre del Renacimiento, sino un renacentista, porque si lo primero comportaría una forma de epigonismo, lo segundo supone una opción por determinados valores, también en el aquí y en el ahora, rescatando de la tradición lo que tiene de válido para el hombre de nuestro tiempo y aportando a la misma su mirada y un anhelo sereno de transgresión.
Regresamos al mito, pero no a la mitología. El discurso, en efecto, se apoya con frecuencia en lo que dioses, héroes y leyendas han venido depositando en nuestra cultura, sin caer en prolijas reiteraciones ni incurrir en el tópico. Los nombres, las historias aludidas, contribuyen a perfilar el espacio simbólico del poema, sin suplantarlo nunca. El mito, en este caso, es una voluntad de fabulación que conduce, por una parte, a la personificación del escenario donde el amor gozoso interpreta su propio papel, el lecho, y por otra a la relación de las experiencias que configuran la arquitectura lírica del libro. Y, allí donde confluyen una y otra, asistimos al espectáculo de una vida, abandonada al goce.
Rafael Esteban Poullet no es un hombre del Renacimiento, sino un renacentista, porque si lo primero comportaría una forma de epigonismo, lo segundo supone una opción por determinados valores, también en el aquí y en el ahora, rescatando de la tradición lo que tiene de válido para el hombre de nuestro tiempo y aportando a la misma su mirada y un anhelo sereno de transgresión.
Regresamos al mito, pero no a la mitología. El discurso, en efecto, se apoya con frecuencia en lo que dioses, héroes y leyendas han venido depositando en nuestra cultura, sin caer en prolijas reiteraciones ni incurrir en el tópico. Los nombres, las historias aludidas, contribuyen a perfilar el espacio simbólico del poema, sin suplantarlo nunca. El mito, en este caso, es una voluntad de fabulación que conduce, por una parte, a la personificación del escenario donde el amor gozoso interpreta su propio papel, el lecho, y por otra a la relación de las experiencias que configuran la arquitectura lírica del libro. Y, allí donde confluyen una y otra, asistimos al espectáculo de una vida, abandonada al goce.