"El epigrama latino injerta su dicción en aquella poesía seca y dura que, desde Gustavo Adolfo Bécquer, emerge en un buen número de autores..."



No, no es el Destino quien mueve los hilos, aunque está ahí, apostado, como una especie de apuntador, en su concha. Es tal vez el azar, el devenir ingenuo de quien sólo placer halla en la vida, acaso convencido de su belleza y acaso convencido de su bondad. El candil de Epicuro alumbra las rendijas del discurso y también la lucerna de Platón, en lo que ambas luminarias pueden tener en común: la convicción de que la belleza y el bien constituyen para los hombres la más alta fuente de felicidad.
Y Faelo la encuentra en una forma clásica, que él recrea a su modo y trasplanta a los modos y convicciones contemporáneos. El epigrama, consagrado por la poesía latina, injerta su dicción en aquella poesía seca y dura que, desde Gustavo Adolfo Bécquer, emerge en un buen número de autores, sin que falte la sombra tutelar de Cernuda o la del mencionado Konstantín Kavafis, ni, en otro orden de cosas, la inquietante presencia de Voltaire o el guiño ambiguo de Safo de Lesbos. Del primero, la ironía sutil, aunque demoledora, de un hombre descreído; de la segunda, la arrogante complacencia del transgresor, convencido de que los dogmas, las normas y las filosofías llevan en sí el principio de su propia contravención.
Cuando todo termine y la luz ya no alumbre el escenario, ¿qué podemos hacer? La obra ha terminado. El actor hizo mutis por el foro. Las comparsas, si las hubo, corroboran el fin con su silencio. Sin embargo, antes de irnos a casa o cerrar las cubiertas del libro, deberemos cumplir la voluntad del finado e, irrumpiendo en la escena, incendiarla. Hay que quemar el lecho, es preciso salvarlo de las vejaciones de la vejez, evitarle el deterioro de la belleza, pues sólo así conquistará la luz.
De este modo, hurtándose a la crítica y la murmuración, el poeta recurre a una serie de preguntas sin respuesta para lanzar al aire un grito de afirmación de la libertad que, ubicada en la noche, rodeada de sueños o delirios, es la madre de todas las utopías: ¡Qué lecho más hermoso/ para el Descanso Eterno!, exclama el autor en los últimos versos del libro. Quizá porque este mundo y sus placeres sean nuestra eternidad.