Un hedonismo inteligente y lúcido recorre los poemas de Rafael Esteban Poullet. El poeta, estudioso del mundo antiguo y de la influencia del paganismo en la religiosidad popular de nuestro propio entorno, ha descubierto acaso que, en el politeísmo, las fuerzas, los fenómenos, los misterios de la naturaleza, son divinos a imagen y semejanza del hombre, frente a la concepción judeocristiana, para la cual el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Así, pues, el antiguo paganismo proclama como dogma universal que el hombre es la medida de todas las cosas, de donde se desprende que el canon de la ética, esa regla con que medimos la razón y el sentido moral de nuestras acciones, incluye en sus centiles la búsqueda –en el mundo- de la felicidad, la legitimidad del placer y la posibilidad de encontrarlos y realizarlos en éste que el cristianismo denomina valle de lágrimas, aplazando la dicha a después de la muerte y condicionándola, en todo caso, a la sumisión del sujeto a dogmas y normas que se reputan divinos.
El mundo de Faelo no es un valle de lágrimas. Y si el término paganismo proviene de pagus, que podríamos traducir como terruño, significa que aquella concepción religiosa se asienta sobre un principio, el de proximidad, que acerca al ser humano a las raíces de su propio entorno, donde reside todo lo que es sagrado para él.
Pero ¿qué es lo sagrado, para el hombre y mujer? La vida, su cuerpo, la tierra que le alimenta y la razón que rige todo esto. Poco más, imagino. Pues bien, todo esto -que no es poco, aunque pudiera parecerlo- se reduce a una imagen poética: el lecho; ese lecho que Rafael Esteban Poullet llama pródigo, pero que pudo también haberlo llamado cósmico, porque en él yace su visión del mundo y, con ella, su propia humanidad y aun la propia individualidad del yo-lírico.
Éste es el territorio donde yo pretendía aterrizar: el lecho pródigo. La imagen, en principio, nos remite a un espacio, limitado por un adjetivo y, con él, la idea de prodigalidad, sinónimo en este caso de abundancia. En el lecho pagano del poeta rastreamos tal vez una reminiscencia del Paraíso bíblico, salvo que en él no existen prohibiciones ni planea sobre sus moradores la sombra del pecado ni, en consecuencia, la del castigo. El amor, como reza el subtítulo del libro, es gozoso, pues gozosa es la vida, incluso a pesar de la muerte, asumida como parte integrante de aquella. Por ello –como escribí en el prólogo-, el poeta abre su lecho a la mortal carnalidad y edifica en sus adentros el templo de Afrodita; nada mejor que el cuerpo para ofrendar a alguien, bien sea diosa u hombre.